27/5/12

Premio Juan Ruiz de Alarcón 2012


Autoridades y Representantes del Gobierno de Guerrero
Autoridades y Representantes del INBA y Conaculta
Amigos, amigas,
Señoras y señores:

Para ser breve, porque esta ceremonia se termina y la audiencia ya desea –más que las palabras–, las bebidas espirituosas, he de decir que agradezco este premio valorado por llevar el nombre del primer gran referente de las letras mexicanas, y porque viene acompañado de un monto en metálico que, aunque quisiera,  no pienso donar a otra causa que la de mis acreedores, quienes no han parado de llamarme desde que se dio la noticia. Así están las cosas para quienes pretendemos vivir de las letras dramáticas, una condición no muy lejana a la de los actores, bailarines, músicos y demás agremiados de la escena nacional. ¡Pero que viva el teatro!...
     Al leer con rubor y gratitud las consideraciones del jurado, he confirmado mis sospechas; todas sus observaciones apuntan a la relación indisoluble de mis obras con otras voluntades que han terminado por complementar, condicionar y hasta modificar mis palabras. Y es que, a diferencia de otros géneros literarios cuyo universo total se constituye de palabras, yo entiendo la dramaturgia como una hipótesis a verificar, una propuesta sobre el papel que no cobrará forma hasta ser sometida a la dualidad espacio-tiempo de la escena. Así como la escenografía es considerada una falsa obra plástica, una construcción de cartón piedra que sólo se dimensiona al recibir el impacto de la luz teatral, es probable que también la dramaturgia sea una escisión de la literatura, una composición oblicua que –parafraseando a Benjamin– debe ser leída con los ojos, los oídos y el aura. Podrían replicar los presentes, y con toda razón, que el propio Juan Ruiz de Alarcón ha alcanzado desde la dramaturgia una de las cumbres de la literatura castellana; pero quisiera recordar los dichos de Lope de Vega, su gran rival, quien afirmaba que ellos escribían las obras para ser “habladas en escena y no leídas en aposentos”; si hubiera sido al revés hoy en día aquellos versos seguirían vigentes para el libro, pero muertos para el teatro, como ha ocurrido con otros grandes literatos. De la misma forma, los dramaturgos de la actualidad no hacemos literatura, sino teatro, una forma de arte cuya regla primordial consiste en amalgamar el ejercicio de una voz colectiva. Por todo esto, y ya que me considero un mal literato (aunque algo entiendo de la resonancia que un diálogo y una acotación tienen en el espacio dramático), ¡que viva el teatro!
     Es imposible dilucidar si están aquí todos los que debieran, pero entre los dramaturgos que han recibido este premio se encuentran muchos de los que han marcado los rumbos del teatro en el México contemporáneo. De entre todos ellos, quiero expresar mi deuda –no saldada ni con todo el dinero de este premio–, con Vicente Leñero, gran arquitecto de las estructuras dramáticas; José Agustín, desparpajado y natural en la forma de compartir sus vivencias; Sabina Berman, poseedora de un discurso meditado que desmonta algunos mitos de nuestra identidad, y particularmente son mis contemporáneos David Olguín y Flavio González Mello, con quienes espejeo las múltiples dudas y las escasas certezas que nuestro trabajo produce en el público actual. El trabajo de unos y otros me hace confirmar con orgullo que –a pesar de los pesares–, el teatro vive.
     Por otro lado, me gratifica encontrar en las ponderaciones del jurado una referencia a los directores, que son los verdaderos artífices de que nuestras vacilantes palabras cobren sentido en el escenario. En primer lugar debo mencionar –y compartir con él la mitad de este reconocimiento–, a Martín Acosta, quien me enseñó a ver cómo las palabras flotan en el escenario, y en muchas ocasiones se ha sentado a jugar conmigo escribiendo a cuatro manos. Para él, toda la gloria. También debo agradecer las increíbles experiencias y aportaciones que me han brindado directores como Iona Weissberg, Alejandro Ainslie, Juliana Faesler, Mario Espinosa, o, entre los más jóvenes, Richard Viqueira y Marco Vieyra. Creo que uno de los saldos positivos de esta generación ha sido el reencuentro entre autores y directores que buscan una voz común. Por todo ello, ¡salud para el teatro!
     Por último quiero ponderar una condición de la que se habla poco, pero que constituye, en mi caso, un rasgo de estilo definitivo: mis ansias de actor que, paradójicamente, chocan con la personalidad del escritor que se oculta tras sus obras. Siempre he pensado que yo debería ser el intérprete de todos mis personajes, pero como eso es imposible brindo también por todos los actores que han puesto voz y acción a mis palabras, aunque me concentro en uno que, antes de abandonarnos, nos enseñó a hacer dramaturgia desde la actuación: Alejandro Reyes.
     Como se puede observar, a pesar de mis esfuerzos y proposiciones, soy un escritor dependiente de otros artistas, necesito a los demás para que mi trabajo cobre forma. Por esa razón, porque reconozco que no soy nada sin el resto de la gente, hoy que la sociedad demanda posiciones, aprovecho este foro para decir que yo también soy 132, 133 o el número que haga falta para que se escuche muy claro que nuestro país va a despertar de su pasividad y pondrá manos a la obra para crear una sociedad más informada, educada y participativa. Esa también es una labor para la que el teatro tiene que vivir. ¡Que viva el teatro!

Taxco de Alarcón, Gro, a 26 de mayo del 2012 

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